Jhumpa Lahiri: Cuestión de identidad

Jhumpa LahiriGanadora del Premio Pulitzer de Ficción en el 2000 por su primera obra, el volumen de relatos Intérprete de emociones, con tan solo treinta y dos años recién cumplidos. La escritora de sangre bengalí Jhumpa Lahiri (nacida en Londres y criada en el estado norteamericano de Rhode Island) escribe con la noción de identidad incrustada entre letra y letra, preocupación que la ha convertido, por méritos propios, en una de las voces contemporáneas que con más sutileza han plasmado sobre el papel la naturaleza versátil de los mundos fragmentados. Sus historias siempre refieren vivencias de inmigrantes indios en Estados Unidos, donde, más allá de narrar la mera experiencia de seres en una sociedad tan próxima como distante, plantea una reflexión sobre las propiedades del exilio, casi siempre por motivos profesionales, pero exilio a fin de cuentas: la cultura heredada frente a la autóctona, la tradición como dogma o posibilidad de superación, la emancipación individual —más psíquica que física— contra las cadenas familiares, el choque de emociones entre lo que fue y es… Todo en el marco cerrado de las relaciones entre el sujeto, principalmente femenino, y sus padres, hermanos o parejas. Una descripción, a priori, de microentornos que actúan como piezas de un universo tan afectivo como efectivo.

Siguen esta línea el conjunto de relatos extensos que compone su último trabajo, Tierra desacostumbrada, escogido Mejor Libro del Año 2008 por The New York Times. Cinco tramas, y una especie de novela corta conformada por tres cuentos, sobre la naturaleza humana, contadas con una tensión narrativa suave pero absorbente y caracterizadas, en su mayoría, por la inclusión de una potente imagen evocativa al final de cada historia (véase al respecto el desenlace del relato que da título al libro, “Tierra desacostumbrada”, o, mejor aún, la escena conclusiva de “Cielo e infierno”), un regalo de la escritora destinado al placer sensorial del lector. Pero, al margen de la conexión temática, quizá se eche de menos una profundización en las formas narrativas —al estilo de la también escritora norteamericana Lorrie Moore, a quien se parece Lahiri en pinceladas aisladas— que ahuyente los siempre rutilantes fantasmas de la monotonía literaria. Pero el potente objetivo introspectivo está ahí, presente como un sólido, y la escritora lo sabe y antepone al resto de componentes. Así lo expresó, de manera muy acertada, Alejandro Lillo: en todos estos relatos siempre parece “que va a pasar algo, pero no sabemos qué. Es entonces cuando toda esa corriente subterránea de pasiones y odios, de rencores y afectos, sale a la superficie como un torrente, como el magma de una erupción volcánica: ya no hay marcha atrás”.

Jhumpa Lahiri maneja a la perfección los estragos del tiempo, dominando ritmos y tonos, pero no es ahí principalmente donde radica el éxito de una de las escritoras más importantes de la narrativa norteamericana actual (entre otras actividades, es miembro del Comité del Presidente para las Artes y Humanidades estadounidense), sino en la capacidad de identificación, de vernos reflejados en las circunstancias, acciones, gestos, de una manera en ocasiones tan exacta que nos alerta y hace cuestionar; una combinación de inmediatez e intemporalidad en los vínculos interpersonales, “la siempre inadecuada comunicación que vuelve enigmática toda experiencia”, como entendiera The Telegraph. Porque sobrevivir en tierra desacostumbrada, cuántos lo sabrán, es lo que tiene…

Isla de asfalto

robinEl náufrago urbano, como el Crusoe de Daniel Defoe, observa y aprehende de su biosfera, pero, en este caso, con vehículos humeantes y edificios alineados, haciendo honor a ese arcaico refrán medieval: «El aire de la ciudad hace hombres libres.» Un aire de libertad que, en cierta medida, asemeja la cotidianidad ciudadana a la isleña por sus disímiles modelos de soledad y compañía, a partes iguales. Bajo esta premisa, la selección de artículos que reúne el primer libro de Antonio Muñoz Molina, El Robinson urbano, permite al escritor andaluz, con esa particular visión del micro y macroentorno, soltar a su álter ego, transeúnte privilegiado, cronista de la contemporaneidad metropolitana, a través de las calles de una Granada tan real como por momentos imaginaria (las crónicas, construidas a base de impecables ejercicios literarios, hacen de ella una ciudad ambivalente: a veces eterna, al igual que «una estampa de Gustave Doré» y otras mortal, tan urbana como la que más); soltar a su álter ego y seguirlo, sin perder de vista ni un instante dirección y sentido, observándolo por una lente privilegiada siempre convergente.

El Paseo del Salón, el café Suizo, la colina de la Alhambra, el barrio de la Magdalena, el Albayzín, una esquina cualquiera de Bibarrambla… Todo enclave sirve para que escritor y su Robinson ejerzan de observadores «desinteresados»; cada rincón constituye un islote situado en una región del tiempo entre el presente y el recuerdo. Es así como lo rutinario acaba por convertirse en huésped del papel: las piernas de una mujer, el ciego que canta los «iguales», los delincuentes y mendigos del polígono de la Cartuja… Animales salvajes de una ciudad abierta en abanico ante Muñoz Molina, al estilo del París de Charles Pierre Baudelaire o del Londres de Thomas de Quincey, mediante una «pura mirada sin voluntad ni propósito», ya que ambos se sienten libres y, en esencia, eso es lo único que les importa.

«Ulises», escribe el propio autor, «ya no busca su Ítaca en las islas del Mediterráneo…»

UN POR QUÉ AL PORQUÉ

La belleza del conflicto cotidiano:

«—A veces tenemos mapaches en la chimenea —explica Simone.
—Ah —digo sin la menor sorpresa.
—Y un día tratamos de ahuyentarlos con humo. Encendimos un fuego, aunque sabíamos que estaban ahí, porque esperábamos que el humo los hiciera salir disparados hacia arriba y que no volvieran nunca más. En cambio, se incendiaron y cayeron estrellándose en la sala, todos chamuscados y en llamas, corriendo desesperados por aquí,
hasta que murieron. —Simone sorbió un poco de vino—. Las historias de amor son así —añadió—. Todas son así.»

(Lorrie Moore, «Danza en Estados Unidos», de su volumen de relatos Pájaros de América.)

Una literatura que no diga, sino muestre. Los gestos fútiles. Objetos que nos reclaman. La precisión es subversiva. Subtexto. Y la realidad, una falacia de nuestra contemporaneidad. Una literatura expositiva, nunca juzgadora. Que sobrestime al lector. Y la realidad es una taimada farfullera. Sin concesiones hacia nada ni nadie. Muckrakers de la condición humana. Una literatura que no pretenda respuestas, solo preguntas. Técnicamente técnica. Y la realidad es otro jodido perro del infierno.